
Por raigan Nawel
¿Cuánto conocimiento quedó sepultado bajo las ruinas de las escuelas del Estado chileno tras la ocupación militar de 1883 al sur del Biobío? Ciencias como la astronomía, economía, planificación, geología y aritmética casi sucumbieron con la imposición de un modelo educativo que negó y humilló al ser mapuche. Desde entonces, la escuela chilena ha operado como un dispositivo de colonialismo cultural.
Más de un siglo después, esta violencia no ha cesado: solo se ha sofisticado. La psicóloga mapuche Paula Alonqueo Boudon, doctora en psicología evolutiva, lo demuestra en su investigación “Dices que ayudas, pero estigmatizas, donde analiza cómo el Estado chileno sigue empujando a miles de niños y niñas mapuche al Programa de Integración Escolar (PIE) a través de diagnósticos sesgados de «funcionamiento intelectual limítrofe» (FIL), instalando la idea de que ser mapuche es un problema.
Traspie al PIE
Las pruebas usadas en el sistema educacional chileno —como la Escala Wechsler (WISC-V)— no valoran el aprendizaje comunitario, la atención múltiple ni el pensamiento relacional, todos centrales en el rakiduam. Niños que ven a la montaña como un ser vivo, o que responden con reflexividad, son evaluados como erróneos o “lentos”.
No se trata de errores técnicos, sino de violencia epistémica estructural: se impone un modo único de conocer, sentir y aprender. Como señala Alonqueo: “Se evalúa a los niños y niñas mapuche respecto de habilidades que no tienen cómo adquirir, porque su cultura no las desarrolla ni las valora. A la vez, no se los evalúa respecto de lo que su cultura sí promueve”.
Los datos del sesgo
En La actual Araucanía, donde los niños mapuche representan el 26% de la población infantil, constituyen el 41,8% de los diagnosticados con FIL bajo el PIE. Este sobrediagnóstico no es casual: el sistema recompensa a los establecimientos por cada niño PIE, alimentando una industria del diagnóstico que convierte la diversidad cultural en patología.
Los instrumentos penalizan respuestas perfectamente válidas en el contexto mapuche. Por ejemplo, ante la pregunta “¿en qué se parecen una montaña y un lago?”, un niño mapuche puede responder: “ambos están vivos”. Desde la lógica ancestral, es correcto. Pero el test lo sanciona. Lo mismo ocurre con los ritmos: el aprendizaje mapuche es reflexivo, no acelerado. El sistema no lo entiende y lo castiga.
Sin embargo, investigaciones recientes muestran que niños mapuche tienen mejor rendimiento en tareas cognitivas no verbales. Esto revela que no hay déficit, sino una diferencia profunda en las formas de conocimiento. El problema, entonces, no está en los niños: está en la escuela.
escuelas propias y combatir la sumisión
Pero no todo ha sido sumisión. A comienzos del siglo XX, figuras como Manuel Manquilef, intelectual y político mapuche, defendían una educación propia, con base en el trawün y los saberes del lof. Entre 1930 y 1936, en plena Araucanía, se levantó un movimiento independentista con fuerte énfasis en la educación ancestral.
Más al sur, en Kurako–Quilacahuín, el 1 de enero de 1932, los lonkos de Futawillimapu izaron la bandera mapuche y proclamaron un gobierno ancestral. En el punto 6 del Mandato de 1936, exigieron su propio sistema educativo. Para ellos, la niñez mapuche no era un “caso especial”, sino parte de un pueblo vivo, con pensamiento, lengua y espiritualidad propia.
La refinación de la dominación
No se trata solo de un programa mal diseñado. El PIE es parte de un sistema civilizatorio que impone su epistemología como universal. Es la continuación del colonialismo por medios pedagógicos. Y como denuncia Alonqueo, no es ayuda, sino una forma refinada de dominación.
Pensar en una educación mapuche es una urgencia. Reinstalar el rakiduam como centro del aprendizaje, formar desde el territorio y no desde la lógica urbana, construir conocimiento colectivo, espiritual y comunitario, son claves para una verdadera liberación educativa. Una educación que no humille, sino que reconozca. Que no diagnostique, sino que escuche. Que no estandarice, sino que libere.